Agustinos con esperanza
Los católicos iniciábamos el mes de noviembre celebrando la gran fiesta de “todos los santos” pidiendo su intercesión ante Dios por nosotros. Al día siguiente éramos nosotros que con nuestra oración intercedíamos por nuestros difuntos. También los agustinos poco después, el día 6, rezábamos por los miembros y benefactores difuntos de la Orden y el día 13, aniversario del nacimiento de San Agustín, pedíamos la intercesión de todos los santos de la Orden, los reconocidos oficialmente y los escondidos en el cielo. Recordando los difuntos nuestro corazón se llena de nostalgia y tristeza, pero al celebrar los santos nos llenamos de alegría y esperanza. Así lo expresa san Agustín en el sermón dirigido a la comunidad de Bizerta, situada entre Hipona y Cartago, en el funeral de su obispo: “Vosotros, hermanos, buscáis quien os consuele; mas también yo necesito consuelo; pero nuestro consuelo no es ningún hombre, sino solo quien hace al hombre, porque quien hizo rehace y quien creó recrea. A causa de nuestra debilidad, no podemos no sentir tristeza, pero debe consolarnos la esperanza. Todos queremos que los buenos vivan más tiempo con nosotros y no queremos que los compañeros nos abandonen en esta vida tan áspera; pero, yendo delante quienes han vivido santamente, nos exhortan con su ejemplo para que, ya estemos aquí largo tiempo, ya salgamos pronto, vivamos de tal manera que lleguemos hasta donde están ellos. Vivir largo tiempo aquí no es otra cosa que soportar molestias por otro tanto tiempo. Por el contrario, vivir con Dios y junto a Dios es vivir sin molestia alguna y sin temor de perder la felicidad, que carece de fin. Ni debemos pensar que vuestro obispo, mi hermano, salió de aquí pronto y vivió poco. En verdad no se vive poco allí donde, por mucho que se diga, nunca se acaba. Pues aquí hasta lo que es mucho, una vez concluido, se tendrá por nada. Pero no vivió él poco tiempo aquí, si consideramos sus obras en lugar de contar sus años. ¡Cuántos quizá no consiguieron en muchos años ni la mitad de lo que él logró en tan pocos! Querer retenerlo aquí quizá no fuera otra cosa que envidiar su felicidad. Como hombres, nos entristecemos por otro hombre. ¿Qué hemos de hacer, pues, para no ser hombres? Los hombres nos dolemos humanitariamente de la partida de otro hombre, pero como escuchamos en la lectura divina: Llegado en poco tiempo a la perfección, vivió una larga vida. Contemos allí, pues, el tiempo como se computa el día. Todo lo que hizo entre vosotros exhortándoos, dirigiéndoos la palabra, proponiéndose a sí mismo como ejemplo de alabanza y adoración a Dios, conservadlo en vuestra memoria, y vosotros seréis su más hermosa memoria. Pues para él no significa grandeza ninguna ser colocado en un panteón de mármol, sino perdurar en vuestros corazones. Viva sepultado en sepulcros vivos. Su sepultura es vuestro recuerdo. Vive junto a Dios, siendo él feliz; viva en vosotros, para ser felices vosotros. Quizá pudiera exhortaros con muchas palabras a la prudencia fiel si no fuera que el dolor humano apenas me permite hablar. Dios me concedió asistir momentáneamente al moribundo, me concedió conducir su funeral, conducción exigida por el amor, pero que no añade nada a su felicidad; me concedió también ver a Vuestra Santidad y poder dirigiros la palabra para consolaros en la medida en que puedo consolar. Por ello, suplid con vuestro pensamiento lo que el dolor me impide decir, y así nuestro ánimo, al recordar a tan gran varón, aunque experimenta la tristeza humana, no es presa de la desesperación de quien no cree.” (Sermón 396, 1-2).
Agustín, pasa treinta y tres años buscando su felicidad entre las realidades de este mundo y, poco a poco, se va desencantando y desesperado de encontrarla. Es después de su encuentro con Cristo que pone su esperanza en la promesa de Dios: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no lo conoció a él. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.” (1Jn 3,1-2).
Comentando estas palabras de la Escritura dirá: “¿Qué se nos ha prometido? Seremos semejantes a él porque le veremos tal cual es. La lengua ha dicho lo que ha podido; lo demás ha de ser meditado en el corazón. Pues ¿qué dijo incluso el mismo Juan en comparación de aquel que es, o qué podemos decir los hombres tan por debajo de sus méritos? Volvamos, pues, a aquella su Unción que enseña interiormente algo que no podemos decir con palabras. Como ahora no podéis verlo, ocupaos en desearlo. La vida entera del buen cristiano es un santo deseo. Lo que deseas aún no lo ves, pero deseándolo te capacitas para que, cuando llegue lo que has de ver, te llenes de ello. Es como si quieres llenar una cavidad, conociendo el volumen de lo que se va a dar; extiendes la cavidad del saco, del pellejo o de cualquier otro recipiente; sabes la cantidad que has de introducir y ves que la cavidad es limitada. Extendiéndola aumentas su capacidad. De igual manera, Dios, difiriendo el dártelo, extiende tu deseo, con el deseo extiende tu espíritu y extendiéndolo lo hace más capaz. Deseemos, pues, hermanos, porque seremos llenados. Ved cómo Pablo extiende su cavidad para poder acoger lo que ha de venir. Dice, pues: No se trata de que ya lo haya recibido o de que ya haya alcanzado la perfección, hermanos; yo no creo haberlo alcanzado. ¿Qué haces, pues, en esta vida, si aún no la has alcanzado? Una sola cosa: Olvidando lo pasado, extendido hacia lo que está delante, con toda intención persigo la palma de la vocación suprema. Dijo que estaba extendido y que lo perseguía con toda intención. Se sentía poco capaz para acoger lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni ha subido al corazón del hombre. Ésta es nuestra vida: ejercitarnos mediante el deseo. Pero el deseo santo nos ejercita en la medida en que apartemos nuestros deseos del amor mundano. Ya he dicho con anterioridad: vacía el recipiente que has de llenar con otra cosa. Tienes que llenarte del bien, derrama el mal. Imagínate que Dios quiere llenarte de miel; si estás lleno de vinagre, ¿dónde depositas la miel? Hay que derramar el contenido del vaso; hay que limpiar el vaso mismo; hay que limpiarlo, aunque sea con fatiga, a fuerza de frotar, para hacerlo apto para determinada realidad. Designémosla con un nombre erróneo; llamémosla oro, llamémosla vino; cualquier nombre que asignemos a lo que no puede ser nombrado, cualquier nombre que sea el que queramos darle, se llama Dios. Y, al decir Dios, ¿qué hemos dicho? ¿Todo lo que esperamos se reduce a esta única sílaba? Todo lo que fuimos capaces de decir, pues, se queda por debajo de esa realidad; extendámonos hacia él, para que cuando venga nos llene. Seremos semejantes a él porque le veremos tal cual es.
Y todo el que tiene esta esperanza en él... Estáis viendo que nos dejó anclados en la esperanza. Advertís cómo el apóstol Pablo concuerda con su colega en el apostolado. Dice: Estamos salvados en esperanza. Pero la esperanza que se ve no es esperanza; porque lo que uno ve, ¿cómo puede esperarlo? Si, pues, esperamos lo que no vemos, con paciencia lo esperamos. La misma paciencia ejercita el deseo. Permanece tú, pues él permanece, y persevera en tu caminar, hasta que llegues, pues el lugar a donde te encaminas no se retirará. Ved: Y todo el que tiene esta esperanza en él se hace puro como él es puro. Ved cómo no suprimió el libre albedrío, pues dice: se hace puro. ¿Quién nos hace puros sino Dios? Pero él no te hace puro si tú no quieres. Por tanto, te haces puro a ti mismo en tanto en cuanto unes tu voluntad a la de Dios. Te haces puro a ti mismo no por tus fuerzas sino por las de aquel que vino para habitar en ti.” (Tratados sobre la primera carta de San Juan 4, 6-7).
La santidad es la felicidad que esperamos todos los cristianos: “Que diga, pues, todo cristiano, que el Cuerpo entero de Cristo proclame por todo el mundo, soportando tribulaciones, pruebas diversas y persecuciones; que diga: guarda mi alma, porque soy santo. Dios mío, salva a tu siervo, que confía en ti. Ya veis cómo ese santo no es soberbio, porque espera en el Señor.” (Comentario al salmo 85, 4)
P. Pedro Luis Morais Antón.
Agustino.