Reflexión agustiniana

Escrito el 02/11/2024
Agustinos


MIsioneros de la esperanza

El mes de octubre que acabamos de terminar es el mes del Domund (Domingo mundial de las misiones). Tradicionalmente damos un donativo para mejorar la vida de los misioneros y de los pueblos lejanos a los que van a misionar, pero ¿será suficiente para cumplir con la misión que Cristo manda?: “Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos.” (Mt 28, 18-20).

Realizar una misión, no significa solo obedecer al que manda, es necesario también confiar en quien manda y que lo mandado sea deseado por ser bueno para el obediente. Según Agustín todos tenemos un “peso propio que lleva a cada ser a su lugar debido, y es su amor. No le lleva adonde no debe, sino adonde debe. Y así, quien bien ama es llevado a lo que ama, y ¿dónde llegará sino allí donde se está el bien que ama? ¿Qué premio nos promete Cristo el Señor cuando nos exhorta a que le amemos? El cumplimiento de lo que pide al Padre: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria. ¿Quieres estar donde está Cristo? Ama a Cristo y con ese peso te arrastrará al lugar donde se halla Cristo. Y esa realidad que tira hacia arriba no te dejará caer al fondo. No busques otros medios para subir: si amas, te esfuerzas; si amas, eres elevado; y si amas, llegas. En efecto, te esfuerzas cuando combates contra un amor inmundo, eres arrebatado cuando vences, llegas cuando eres coronado.” (Sermón 65A, 1).

Por tanto, fe y amor son virtudes necesarias para la misión, pero sin la esperanza no se alcanza el objetivo: “El viandante que se fatiga en el camino soporta la fatiga porque espera llegar a la meta. Quítale la esperanza de llegar, y al instante se quebrantarán sus fuerzas.” (Sermón 158, 8).

Agustín, después de su conversión, ora a Dios en sus Confesiones que “Nuestra única esperanza, nuestra única confianza, nuestra firme promesa, es tu misericordia.” (Confesiones X, 32, 48). También nosotros, como Agustín, descubrimos en las difíciles experiencias de la vida que no somos capaces de alcanzar la plenitud de Vida: “Todo amor o sube o baja. Por el buen deseo nos elevamos a Dios y por el malo nos precipitamos al abismo. Como ya caímos arruinados por el mal deseo; si ahora conocemos quién no cayó, sino que bajó a nosotros, no queda otra que subir uniéndonos a Él, porque por nuestras fuerzas no podemos. El mismo Señor nuestro dijo: Nadie sube al cielo sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo. Esto parece como si sólo lo hubiera dicho de sí mismo. Luego ¿los demás han de quedar abajo, ya que sólo sube el que únicamente descendió? ¿Qué deben hacer los demás? Unirse a su Cuerpo para que haya un solo Cristo que baja y sube. Bajo la Cabeza y sube con el Cuerpo, pues se vistió de la Iglesia. Luego sólo Él sube. Pero también nosotros, cuando estamos en Él, que somos sus miembros en Él, pues entonces es uno con nosotros; y de tal manera uno, que siempre es uno. La unidad nos entrelaza al uno y solamente no suben con Él, los que no quieren ser uno con Él. […] Por tanto, no debemos perder la esperanza; es más, debemos presumir con gran confianza que, si está con nosotros en la tierra por la caridad, por esta misma caridad estamos nosotros con Él en el cielo. […] Él está aún abajo, y nosotros estamos arriba; Él está abajo con la ternura de la caridad, y nosotros arriba con la esperanza de la caridad. Pues con la esperanza hemos sido salvados. Pero como nuestra esperanza es segura, aun cuando lo que nos sobrevenga es futuro, se habla de nosotros como ya acontecido.” (Comentario a los salmos 122, 1).

Nuestra misión, como discípulos-amigos de Jesús que reconocemos su presencia en medio de nosotros “todos los días, hasta el final de los tiempos”, es presentarle a todos los seres humanos, lejanos y más cercanos, para que puedan esperar la promesa de la filiación divina: Espera tú de Dios todo lo que en este mundo ha de emprenderse. Estamos rodeados por todas las partes de trabajos y angustias, no nos abandone la esperanza en esta peregrinación y tentación, en estas audacias e insidias del enemigo. ¿Qué haremos? Oye lo que sigue: No confiéis en los príncipes. Hermanos, aquí hemos recibido una gran ocupación; es voz divina la que de arriba se deja oír para nosotros. Ahora, no sé por qué debilidad, el alma humana, al ser atribulada, desespera del Señor en este mundo y pretende confiar en el hombre. Dile a alguien que se encuentra en un aprieto: "Hay un hombre poderoso el cual puede librarte." Al oír esto, le vuelve el resuello al cuerpo, se goza y levanta el ánimo. Pero si le dicen: "Dios te libra", desesperanzado, se congela. ¡Te promete socorro un mortal y te alegras; te lo promete el Inmortal y te entristeces! Te promete librarte el que ha de ser librado contigo y te alegras como un gran socorro; te lo promete el Libertador, que no necesita de libertador, y lo consideras fábula. Tales pensamientos te pierden. Acércate, comienza a desear, comienza a indagar y conocer a Aquel por quien fuiste hecho. Él no abandonará su obra si su obra no le abandona. Dirígete a Aquel a quien dices: Alabaré al Señor en mi vida y cantaré a mi Dios mientras existo. Lleno de un gran espíritu, el salmista nos avisa y dice a los alejados y a peregrinos distanciados y que no sólo no quieren alabar a Dios, sino que ni siquiera esperan en Dios. No confiéis en los príncipes ni en los hijos de los hombres, en quienes no hay salud. Sólo existe la salud en un solo hijo del hombre; y en él no por ser hijo del hombre, sino porque es Hijo de Dios; no por lo que recibió de ti, sino por lo que conservó en sí. Por tanto, en ningún hombre reside la salud; porque en Aquel que existe, existe porque es también Dios. Dios sobre todas las cosas, digno de ser bendecido por los siglos. […] Sin razón, pues, se arrogan los hombres la facultad de dar la salud. Que se la den a sí mismos. Responde al hombre soberbio: "¿Te glorías de darme la salud? Dátela a ti. Mira si tú la tienes. Si consideras bien tu debilidad, verás que aún no la tienes. Luego no me aconsejes que la espere de ti; espérala tú conmigo. "No confiéis en los príncipes, ni en los hijos de los hombres, en los cuales no hay salud. […] Si dice el caño que él da el agua, el canal que él es el que mana y el pregonero que él es el que libra. Yo, en el agua, atiendo a la fuente; en la voz del pregonero veo al juez. No eres tú ciertamente el autor de mi salud, sino Aquel de quien estoy seguro; de ti nada confío. Si no eres soberbio, no sólo yo no confío en ti, sino que tú tampoco confiarás en ti. Mi salud procede de Aquel que está sobre todas las cosas, porque del Señor es la salud.” (Comentario a los Salmos 145, 9).

P. Pedro Luis Morais Antón.

Agustino.