La conversión
Es muy difícil entender la espiritualidad si no se parte de la experiencia de la conversión, porque Agustín es un convertido, y esto condiciona toda su vida y sus doctrinas. Es más, Agustín es su conversión, porque ésta ha sido una exigencia continua. Ciertamente ha sido para él un punto de llegada después de un largo recorrido y es también un punto de partida, un itinerario permanente. “Todo ello consistía en no querer lo que yo quería y en querer lo que tú querías” (Conf. 9,1,1).
Agustín entiende por conversión la transformación de la propia vida, es un camino donde el protagonista es la misericordia de Dios, así lo experimentó y nos lo dice: “Nuestra vuelta perfecta encuentra a Dios preparado, según lo que dice el profeta: Como de mañana le encontramos preparado... Cuando nos volvemos a Él, es decir, cuando renovamos nuestro espíritu por el cambio de la vida vieja, experimentamos lo duro y trabajoso que es retroceder de la oscuridad de los deseos terrenos a la serenidad y sosiego de la luz divina. En tal embarazo decimos: Vuélvete, Señor, esto es, ayúdanos para que la vuelta se lleva a cabo en nosotros, la cual te encuentra preparado y ofreciéndote a ser gozado de tus amadores... Sálvame, dice, por tu misericordia: entiende que no es curada debido a sus méritos, ya que se debía la justa condenación al pecador, que traspasó el mandato impuesto. Luego sáname, dice, no por mis méritos, sino por tu misericordia” (Comentario al Salmo 6,5). Desvestirse, por tanto, de la vida vieja es la tarea de la conversión, pero a veces los respetos humanos nos hacen ser perezosos en este camino de hacia el hombre nuevo. Convertirse es retornar a Dios, pero ha de hacerse con humildad, con sencillez: “Sólo con humilde piedad se vuelve uno a ti” (Confesiones 3,8,16).
La conversión es fundamentalmente don, gracia, regalo de Dios; cuando Él te llama, te convierte, cuando te convierte, te cura: “No te arrogues la misma conversión, porque si no te hubiese llamado Él a ti que huías, no hubieras podido convertirte... Quien te dice: Yo soy la luz del mundo, te llama a sí. Cuando te llama, te convierte; cuando te convierte, te sana; cuando te hubiere sanado, verás a tu Conversor” (Com. salmo 84,8). Para Agustín la conversión es experimentar la paz de Dios y recibir la invitación a retornar al corazón, es decir, tiene mucho que ver con la interioridad y en trabajo desde dentro: “Conviértanse, pues, y búsquente, porque no como ellos abandonan a su Criador así abandonas tú a la criatura. Conviértanse y al punto estarás tú allí en sus corazones, en los corazones de los que te confiesen, y se arrojen en ti” (Confesiones 5,2,2).
El principio de la conversión consiste en volverse hacia la luz que puede iluminar toda la vida. Siempre irá acompañada de una experiencia profunda de interioridad y trascendencia, para obtener una nueva visión y un nuevo camino. Convertirse es correr hacia Dios, pero porque Dios mismo nos recoge cuando estamos fuera de camino: Convertirse es correr hacia Dios: “Corred a él y os hará volver; él es, en efecto, quien hace volver a los alejados, persigue a los fugitivos, encuentra a los perdidos, humilla a los soberbios, alimenta a los hambrientos, suelta a los encadenados, ilumina a los ciegos, limpia a los inmundos, reconforta a los cansados, resucita a los muertos y libera a los poseídos y cautivos de los espíritus perversos. Os he demostrado que vosotros estáis ahora libres de ellos; al mismo tiempo que os felicito, os exhorto a conservar también en vuestros corazones la salud que se ha manifestado en vuestro corazón” (Sermón 216,11).
Evidentemente la conversión es gracias, es don de Dios y esfuerzo humano, es decir, nosotros no podemos por menos que trabajar y prepararnos. “Todo proviene de Dios, sin que esta afirmación signifique que podemos echarnos a dormir o que nos ahorremos cualquier esfuerzo o hasta el mismo querer. Si tú no quieres, no residirá en ti la justicia de Dios... Pero Dios te hizo a ti sin ti. Ningún consentimiento le otorgaste para que te hiciera. ¿Cómo podías dar el consentimiento si no existías? Quien te hizo sin ti, no te justificará sin ti. Por lo tanto, creó sin que lo supiera el interesado, pero no justifica sin que lo quiera él. Con todo, es él quien justifica: para que no sea justicia tuya, para no volver a lo que para ti es daño, perjuicio, estiércol, hállate en él desprovisto de justicia propia” (Sermón 169,13).
Santiago Sierra, OSA