Natividad del Señor

Escrito el 25/12/2024
Agustinos


Texto:  Miguel G. de la Lastra, OSA
Música: Crying in my beer. Audionautix

En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.

Él estaba en el principio junto a Dios.

Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho.

En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.

Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió.

Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él.

No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz.

El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo.

En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció.

Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron.

Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre.

Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios.

Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.

Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo».

Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia.

Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos ha llegado por medio de Jesucristo.

A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.

Lo eterno y lo temporal conviven

“Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros” Entre el bullicio y las prisas en lo que se van convirtiendo estas fiestas quizás se nos está escapando contarnos por qué son felices estas fiestas. Contarnos, un año más, que no nos reunimos para avivar los deseos de paz y felicidad; ni siquiera nos hemos reunido en un tremendo esfuerzo social por ser majos y simpáticos durante estos días. Nos reunimos para festejar un acontecimiento, un nacimiento, pero sobre todo las consecuencias en nosotros de ese nacimiento para nosotros. Miramos al Niño para mirarnos a nosotros mismos como Él nos mira.

Porque en este Niño nosotros reconocemos toda la presencia de la divinidad, inmenso y al mismo tiempo pequeño y cercano; eterno y concreto en el tiempo. Le reconocemos como el Verbo de Dios eterno, Dios de Dios. Y al mismo tiempo, si hubiésemos estado en Belén, sostendríamos entre nuestras manos un niño hambriento y quizás helado de frío. El deslumbrante misterio de la Natividad permite que lo eterno y lo temporal convivan y abre para el hombre un camino directo hacía Dios. Porque a partir de la Natividad de Cristo, lo humano y lo divino comparten un mismo destino, una misma historia. Ya la compartían desde antes, desde la creación. Todo el Antiguo Testamento nos habla de un Dios que comparte la historia de su pueblo, aunque en cierto modo la comparte desde una cierta distancia; se compromete con el pueblo, su compasión le permite sentirse solidario con las dificultades y las alegrías del pueblo- El Dios de Israel, en cierto modo, participa de las victorias y las derrotas, pero sólo en cierto modo: ni experimentó el exilio en Babilonia, ni sufrió la opresión del Faraón, ni fue traicionado por gobernantes injusto. Oía el grito del huérfano y la viuda y ahora que se ha hecho carne él mismo será huérfano y su madre será viuda. Un hombre que se enfrenta a los enemigos del hombre, mi Dios “que se hizo carne para ser también mi prójimo” .(Com sal 118,12,5)

El Verbo se hace carne, el Verbo eterno que estaba junto al Padre. Usamos esta expresión con resonancia del viejo latín, “verbum caro”, Verbo hecho carne. Pero nos referimos a una Palabra, una Palabra aún no pronunciada, callada hasta este momento de la natividad. Una palabra hablada en la boca de los profetas que no había conseguido que los hombres la escuchasen y que ahora, hecha carne, hecha Niño, conseguía su objetivo. La Palabra Niño, el Verbo en carne es acogido con ternura, despierta la compasión, devuelve al hombre la mirada de inocencia, destierra la ira, serena el semblante. Contemplar al Niño, acoger al Verbo nos hace “capaces” de ser hijos de Dios.

Lo que no había conseguido el nombre de Dios y su alianza habitando en el santuario lo consigue su Palabra habitando en la carne. Consigue que el hombre renuncie a ser hijo de sus fracasos y vuelva a reconocerse como hijo de Dios. Empuja al hombre a enfrentarse a todas esas tentaciones que le convencieron de rendirse; rendirse y dejar de sonreír, de esperar, de perdonar, de levantarse una vez más. Rendirse a la mentira de que la carne, el cuerpo, estarán siempre sometidos a la pereza, al egoísmo, al miedo, a la fragilidad. “El Verbo habitó en la carne, y la carne se hizo la morada de Dios. En ella nuestro capitán luchó por nosotros, y en esta tienda fue tentado por el enemigo, para que no se rindiera el soldado”.  (Com. Sal 90, II, 5).

El Niño nace, el Verbo se hace carne y nuestra carne se hace Palabra de Dios: Nosotros renacemos a la Esperanza