BEATA JOSEFA DE LA PURIFICACIÓN MASIÁ FERRAGUT
La beata Josefa de la Purificación Masiá nació en Algemesí (Valencia) el 10 de junio de 1887. Profesó en el monasterio de agustinas descalzas de Benigànim el 3 de febrero de 1906. En el convento se distinguió por su laboriosidad, silencio y espíritu de pobreza. Fue priora durante un trienio y al estallar la guerra desempeñaba el oficio de maestra de novicias.
Fue martirizada el 25 de octubre de 1936, junto con sus hermanas Vicenta, Joaquina y María Felicidad que eran clarisas capuchinas. Cuatro hermanas asesinadas por ser monjas. Detenidas en casa de su madre, donde se habían refugiado, fueron conducidas a la prisión de Fons Salutis que era un monasterio cisterciense de Algemesí convertido en cárcel. El día 25 de octubre, fiesta de Cristo Rey, las cargaron en un camión y a la entrada de Alcira las fusilaron una tras otra. Los milicianos habían pensado comenzar con la madre, que contaba ochenta y tres años y pertenecía a la Acción Católica femenina., pero la madre deseó alentar a sus hijas y rogó a los verdugos que comenzaran con sus hijas y luego podrían seguir con ella.
Durante la persecución religiosa de este tiempo, la archidiócesis de Valencia pagó un gran tributo de sangre: 361 sacerdotes, 373 hombres y jóvenes de Acción Católica, 93 mujeres de Acción Católica y varios centenares de religiosos de diversos institutos masculinos y femeninos fueron martirizados.
El Papa Juan Pablo II beatificó en la Plaza de San Pedro el 11 de marzo de 2001 al presbítero José Aparicio Sanz y 232 compañeros sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos. Entre ellos, la beata Josefa de la Purificación Masià Ferragut, agustina descalza, sus tres hermanas clarisas y su madre María Teresa Ferragut Roig. Los restos de la madre y sus cuatro hijas se veneran en el nuevo templo parroquial dedicado a San Pío X en Algemesí (Valencia) regentado por los PP. Escolapios.
El cuadro de una madre y de sus cuatro hijas mártires, además de conmovedor y extraordinario, ofrece el modelo de una familia con profundas raíces cristianas y constituye una expresión extraordinaria de esperanza, una firme convicción de que el estrecho pasillo de la muerte desemboca en la vida plena.
San Agustín en su obra Las costumbres de la Iglesia y las de los maniqueos, define la virtud de la fortaleza como “el amor que todo lo tolera con facilidad por aquello que ama” (I, 15, 25).