Agustín con mucha frecuencia insiste en que es necesario tocar a Cristo con el corazón, precisamente porque eso es creer. Pero este es también el camino de la verdadera oración: “Tocar con el corazón: he aquí en qué consiste el creer. En efecto, también aquella mujer que tocó la orla lo tocó con el corazón, porque creyó. Además, Él sintió a la que le tocaba y no sentía a la multitud que lo apretujaba... Creed esto de Él y le habréis tocado. Tocadle de manera que os adhiráis a Él; adheríos a Él de forma que nunca os separéis, antes bien permanezcáis en la divinidad con Él, que murió por nosotros en la debilidad” (Sermón 229 L,2).
En la oración de lo que se trata es de acercarse a Dios y entrar en contacto con Él y hemos de aprender a hacerlo adecuadamente: “Así, también aquella mujer que sufría flujos de sangre, aunque había asido la orla de su vestido, tocó al Señor más que la muchedumbre que le oprimía. Esta mujer tocó al Señor tanto más cuanto más creyó; así también el centurión, cuanto más creyó, tanto más se acercó a él” (Concordancias de los evangelios 1,20,50). La fe nos abre el camino de acceso al Señor: “Puesto que Jesús alabó la fe del centurión por la que se accede verdaderamente a Él, hasta el punto de decir: no he hallado fe tan grande en Israel, el sabio evangelista quiso indicar que el centurión se había acercado personalmente a Cristo más que aquellos por quienes había enviado su mensaje” (Concordancia de los evangelios 2,20,50).
La fe es el medicamento apropiado para nuestra debilidad, para nuestra enfermedad. Ciertamente todo hombre es un enfermo en el sentido más profundo de la palabra, porque todo hombre es pecador. Y ante esta nuestra enfermedad la fe es el bálsamo: “Y si hay en ellos una centella de amor o temor de Dios, vuelvan al orden y principio de la fe, experimentando en sí la influencia saludable de la medicina de los fieles existentes en la Santa Iglesia, para que la piedad bien cultivada sane la flaqueza de su inteligencia y pueda percibir la verdad inconmutable” (La Trinidad 1,2,4). Creer es medicina del alma: “La medicina para todas las llagas del alma y el solo medio de propiciación dado a los hombres para sus pecados es creer en Cristo” (Sermón 143,1). Creyendo en Dios nos convertimos en hijos y herederos: “Creer en él, en efecto, es hacerse hijos de Dios, de quien se nace por la gracia de la adopción, vinculada a la fe en Jesucristo nuestro Señor... Por la fe, a la verdad, en él se absuelven todos los pecados... Luego quien cree en el Hijo de Dios, en tanto no peca en cuanto se adhiere a él, haciéndose, por la adopción, hijo y heredero de Dios y coheredero de Cristo” (Sermón 143,1-2).
Dios concede al que pide con fe, una fe que pide, busca y llama, ora insistentemente: “Le arrojó el pan; mejor, se lo dio, no se lo arrojó, porque lo daba no a un perro, sino a un hombre. Lo dio a la fe de quien pide, a la fe de quien busca, a la fe de quien llama. Por esto alabó la fe, porque no rechazó la humildad” (Sermón 60 A,4). Por eso Agustín nos pide que levantemos los ojos de la fe: “Levantad, pues, los ojos, os suplico, vosotros que tenéis con qué ver. Tenéis, en efecto, que ver. Levantad los ojos de la fe, tocad el extremo de la orla del vestido y os bastará para la salvación” (Sermón 62,5).
Cuando nosotros nos acercamos a Cristo con fe, inmediatamente Él nos hace de la familia de Dios y de perros nos convertimos en hijos: “Recibidos los ceñidores, trabajad en la casa del Señor, hechos ya familiares de Dios, de cananeos que erais, como cananea era aquella mujer de que hablaba el Evangelio. Era cananea, pero no se atrevía a acercarse a la mesa de los hijos, pero como perro pedía las migajas. Mirad cómo se ciñó para la obra. Su ceñidor era la fe. Esto alabó Jesús: '¡Oh mujer, qué grande es tu fe!'” (Sermón 37,21).
La fe nos hace comprender a Cristo tal cual es, es decir, nos hace descubrir que Cristo es igual al Padre y que es necesario creer en Él: “¿Qué es, pues, tocar sino creer? A Cristo lo tocamos con la fe, y es preferible no tocarlo con las manos y sí con la fe, a tocarlo con las manos y no con la fe. Tocar a Cristo no era nada del otro mundo. Los judíos lo tocaron cuando lo apresaron, cuando lo ataron, cuando lo colgaron; lo tocaron, y por tocarlo mal perdieron lo que tocaron. Tócalo tú con la fe, ¡oh Iglesia católica!; tócalo con la fe. Si piensas que Cristo es solamente hombre, lo has tocado en la tierra. Si crees que Cristo el Señor es igual al Padre, entonces lo tocaste ascendiendo al Padre. Así, pues, asciende para nosotros cuando hemos comprendido quién es. Una sola vez ascendió entonces a su Padre, pero ahora asciende a diario. ¡Y cuántos hay para quienes aún no ha ascendido! ¡Cuántos para quienes aún mora en la tierra!” (Sermón 246,4).
Creer es experimentar al lado a Cristo mismo: “Cree y lo tocas ¿Qué digo lo tocas? Puesto que crees, tienes junto a ti a aquel en quien crees” (Sermón 229 K,2). Nunca la fe es adhesión abstracta a unas verdades, sino adhesión concreta y continua a una persona. Por otra parte, la fe incorpora a la Iglesia, hace al creyente miembro de Cristo con todo lo que esto lleva consigo: “Quien cree en Cristo, Cristo viene a Él, y en cierto modo se une a Él, y queda hecho miembro suyo, lo cual no es posible si a la fe no se le juntan la esperanza y la caridad” (Sermón 144,2).
Santiago Sierra, OSA