Reflexión agustiniana

Escrito el 21/09/2024
Agustinos


 

El hombre, evidentemente, quiere ser feliz, tiene aspiraciones profundas. Cuando Agustín nos habla de esto, parece que quiere que aprendamos alguna consigna sencilla, pero válida para vivir: “¿Quieres ser feliz? Si lo deseas, te muestro lo que te puede hacer feliz. Continúa leyendo: ¿Hasta cuándo tendréis pesado el corazón? ¿Por qué amáis la vanidad y buscáis la mentira? Sabed. ¿Qué? Que el Señor ha engrandecido a su santo. Vino Cristo a nuestras miserias: sintió hambre, sufrió sed, se fatigó, durmió, hizo cosas maravillosas, sufrió males, fue flagelado, coronado de espinas, cubierto de salivazos, abofeteado, crucificado, herido por la lanza, colocado en el sepulcro; pero al tercer día resucitó, acabada la fatiga, muerta la muerte. Tened vuestros ojos fijos allí, en su resurrección, puesto que el Señor ha engrandecido a su santo, resucitándolo de entre los muertos y otorgándole el honor de sentarse en el cielo a su derecha. Te ha mostrado lo que debes saborear si quieres ser feliz. Aquí no puedes serlo. En esta vida no puedes ser feliz. Nadie puede. Es buena cosa la que buscas, pero esta tierra no es el lugar donde se da lo que buscas. ¿Qué buscas? La vida feliz. Pero no se encuentra aquí… Cuando tú dices: «Quiero ser feliz», buscas algo bueno, pero no existe aquí… Ved a dónde os invito a asistir: a la región de los ángeles, a la amistad con el Padre y el Espíritu Santo, a la cena eterna, a ser hermanos míos; para terminar, a mí mismo. Os invito a mi vida... La vida feliz no hemos de recibirla más que cuando lleguemos a aquel que vino hasta nosotros y comencemos a vivir con quien murió por nosotros” (Sermón 231, 5).

            Para Agustín, si es verdad que queremos ser felices, no podemos por menos de ponernos en contacto con Dios, ya que, si no lo pedimos, nunca lo conseguiremos. De hecho, nos dice que lo que hay que pedir en la oración es la felicidad: “Ahora oye lo que has de orar… Puedo decírtelo todo en dos palabras: pide la vida bienaventurada. Todos los hombres quieren poseerla, pues aun los que viven pésima y airadamente no vivirían de ese modo si no creyesen que así son o pueden ser felices. ¿Qué otra cosa has de pedir, pues, sino la que buscan los buenos y los malos, pero a la cual no llegan sino sólo los buenos?” (Carta 130, 4, 9). Después, el mismo Agustín parece que se corrige y dice que esto no está bien, que hay que pedir a Dios, es decir, que solo Dios puede saciar nuestras inquietudes y solo Él es la felicidad plena: “¿Y tú qué haces? Para mí lo bueno es estar junto a Dios. Esto es todo mi bien. ¿Queréis algo más? Me da pena de los que sí lo quieren. Hermanos, ¿qué más queréis? Nada mejor hay que estar junto a Dios, cuando le veamos cara a cara. Pero ¿mientras tanto qué? Como hablo, siendo aún peregrino, lo bueno es estar junto a Dios, dice; pero ahora, como todavía me hallo en el exilio, y no ha llegado todavía la realidad, pongo en Dios mi esperanza. Mientras no estés unido a Dios, pon en él tu esperan” (Comentario al salmo 72, 34).

            El ser humano, para vivir, tiene un doble motor: creer y conocer, buscar y entender. Si uno de los dos motores no está activado, se nota en el vivir humano, falta algo, no se camina con agilidad, porque el conocer sin creer, te hace soberbio, y el creer sin entender, te convierte en crédulo: “Esto que nos hace superiores a las bestias debemos cultivarlo con máximo esmero, esculpirlo de nuevo en cierto modo y reformarlo. Pero ¿quién podrá hacerlo, sino el artífice que lo formó? Nosotros pudimos deformar en nosotros la imagen de Dios; reformarla, no podemos. Resumiendo, brevemente, lo dicho, tenemos existencia como los maderos y piedras, vida como los árboles, sentidos como las bestias e inteligencia como los ángeles. Con los ojos distinguimos los colores, con los oídos los sonidos, con las narices los olores, con el gusto los sabores, con el tacto los calores, con el entendimiento las acciones. Fíjate. Todo hombre quiere entender; no existe nadie que no lo quiera; pero no todos quieren creer. Me dice alguien: «Tengo que entender para creer». Le respondo: «Cree para entender». Habiendo, pues, surgido entre nosotros una especie de controversia al respecto, en modo que él me dice: «Tengo que entender para creer» y yo le respondo: «Más bien, cree para entender», llevemos el pleito al juez; ninguno de nosotros adelante el fallo a favor de su posición. ¿Qué juez podemos encontrar? Examinados uno a uno todos los hombres, no sé si podremos encontrar otro juez mejor que un hombre mediante el cual habla Dios. No recurramos, pues, en esta controversia y en este asunto a los autores profanos; no sea el poeta quien juzgue entre nosotros, sino el profeta” (Sermón 43, 3, 4).

Santiago Sierra, OSA