Reflexión agustiniana

Escrito el 03/08/2024
Agustinos


Dios es la vida del hombre, pero es necesario, y esto es una exigencia del Espíritu, dejar crecer dentro la vida del hombre nuevo, imagen verdadera de Dios y, como consecuencia, empeñarse en dar muerte al hombre viejo, acostumbrado a sus vicios; Agustín invita a obrar bien para poder acoger al Espíritu que es la verdadera vida: "Si temes la muerte, ama la vida. Tu vida es Dios, tu vida es Cristo, tu vida es el Espíritu Santo. Obrando mal no le agradas. No habita en un templo que amenaza ruina, ni entra en un templo sucio" (Sermón 161,7). Dar vida al hombre nuevo sólo es posible si el resucitado vive dentro, si regala su gracia y anima la propia existencia con su muerte y resurrección, es decir, teniendo al resucitado, que es fruto del paso de la muerte a la vida, posee el ser humano el Espíritu Santo, porque Él lo otorga cuando quiere y derrama la caridad en el corazón, por la que uno se convierte en hombre nuevo, que canta el cántico nuevo y vive la vida nueva del Reino.

La gracia por definición es gratuita, pero no siempre el hombre comprende que todo viene de Dios por su bondad y sin pedir nada a cambio, pues bien, es el Espíritu Santo el que hace comprender esta verdad: "Luego por el Espíritu con que conocemos las cosas que nos han sido dadas por Dios distinguimos entre nosotros y aquellos a quienes no les fueron dadas estas cosas, y los conocemos mirándonos a nosotros... Este discernimiento nuestro procede del Espíritu de Dios, y, como vemos con él estas cosas, decimos que Dios ve, porque hace que nosotros veamos" (Comentario al salmo 52,5). Ayudar a comprender más y mejor, es decir, perfeccionar la inteligencia de los que pertenecen a Cristo es una de las tareas más importantes del Espíritu.

La vida del hombre nuevo es la vida en el Espíritu, un Espíritu que en el consolador, en el abogado que intercede ante el Padre en favor de los discípulos de su Hijo. Sin el Espíritu difícilmente el hombre va a poder realizar su gran empresa: amar a Dios y, a la vez, el amar es la prueba que garantiza que se posee el Espíritu Santo, así lo dice Agustín: "Si no tenemos al Espíritu Santo, no podemos amar a Dios ni guardar sus mandamientos... El que ama tiene consigo el Espíritu Santo" (Comentario al evangelio de Juan 74,1-2). El Espíritu Santo tiene la misión de ser el consolador de los creyentes y es el que los estimula a que perseveren en la fe y vivan sólo para Dios: "Pensad que en Pentecostés ha de venir el Espíritu Santo... Él nos inspirará la caridad, que nos hace arder para Dios y despreciar el mundo" (Sermón 227). Todo cristiano tiene que hacer la experiencia de Pentecostés, es decir, la experiencia del paso del miedo de la muerte a la valentía y firmeza de la resurrección por el Espíritu. Pero la experiencia de Pentecostés, donde se recibe el Espíritu Santo, es una experiencia de una comunidad creyente y para la edificación de la comunidad de los creyentes.

El Espíritu vive dentro de nosotros, de tal modo que todos y cada uno somos templos del Espíritu: "El Espíritu de Dios habita en el alma y, a través del alma, en el cuerpo, para que también nuestros cuerpos sean templos del Espíritu Santo, don que nos otorga Dios. El Espíritu de Dios viene a nuestra alma, porque la caridad de Cristo se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado y lo posee todo quien posee lo principal" (Sermón 161,6). La condición para tener el Espíritu de Cristo es ser fieles, es decir, ser hombres de fe y amar la justicia: "He aquí que en virtud de la misericordia poseemos el Espíritu de Cristo. Sabemos que habita en nosotros si amamos la justicia y mantenemos integridad de la fe católica" (Sermón 155, 14).

Es prioritario tomar conciencia de que somos templos del Espíritu, pero también es necesario cultivar seriamente esta presencia y la mejor forma de cultivar esto es permitir que Él nos posea, dejarle hacer su obra en nosotros porque somos posesión suya, puesto que Él es nuestro dueño y Señor: "Cuando el Espíritu de Dios comience a habitar en tu cuerpo, no expulsará de él a tu propio espíritu; no tengas miedo... Al venir, habita en ti y éste es su don. Hazte suyo, que no te abandone ni se aleje de ti; sujétale de todas todas y dile: Señor, Dios nuestro, poséenos" (Sermón 169,15). Esta presencia del Espíritu solamente se puede comprender desde y en el amor. Él, habitando en nosotros, nos hace participar de su plenitud y nos inunda con sus riquezas abundantes. Pero es un huésped que no invade nada que no se le permita, es decir, depende del hombre que siga haciendo su obra o se retire: "El Espíritu Santo ha comenzado a habitar en vosotros. ¡Que no tenga que marchar! No lo excluyáis de vuestros corazones. Es buen huésped: si os encuentra vacío, os llena; si hambrientos, os alimenta; finalmente, si os halla sedientos, os embriaga... El espíritu de Dios es luz y bebida" (Sermón 225,4).

Santiago Sierra, OSA