En el trato con los cristianos donatistas, la actitud que Agustín tenía nos la ha dejado plasmada en multitud de textos, como botón de muestra puede servirnos este dirigido al obispo donatista Maximino, dice así: "No lo haré (se trata de leer su carta a los fieles, como tenía costumbre) delante del soldado de vigilancia, para que ninguno de los vuestros piense que trato de producir más alboroto que el exigido por la paz. Lo haré cuando se haya ido el soldado, para que el auditorio entienda que no es mi intención el obligar a los hombres a abrazar comunión alguna, sino manifestar la verdad a los que la buscan con ánimo apacible. Nuestros partidarios se abstendrán de aterraros con las potestades temporales. Absténganse los vuestros de aterrarnos con las partidas de circunciliones. Atengámonos a la realidad, atengámonos a la razón, atengámonos a la autoridad de las divinas escrituras. Con toda quietud y tranquilidad, con todas nuestras fuerzas, pidamos, busquemos, llamemos, para que podamos recibir, hallar, y para que nos abran. De este modo podrá suceder que, favoreciendo al Señor nuestros trabajos y nuestras oraciones, empiece a desterrarse de este país la gran deformidad y malicia de la región africana. Si crees que voy a dar comienzo a mi lectura antes de retirarse los militares, contéstame después de su retirada. Si trato de leer mi carta en presencia del soldado, la carta misma será prueba de haber olvidado yo la lealtad. Apártelo el Señor de mis costumbres y de esta mi profesión de monje, que Él se dignó inspirarme al imponerme su yugo" (Epístola 23,7).
Agustín tiene la profunda convicción de que la verdad no es coto privado de nadie: "No sea la verdad ni mía ni tuya para que sea tuya y mía" (Comentario al salmo 103,s.2,11), y se emplea a fondo por desvelarla y comunicarla. Una vez encontrada la verdad, se consagra a ella. Agustín comprende que en la verdad todos nos unimos, que el amor a la verdad capacita al hombre para vivir su vida en relación, y es que "ninguno puede ser verdaderamente amigo del hombre si no lo fuese antes de la misma verdad" (Epístola 155,1,1). Llega a afirmar que "no hay más que una unidad de Cristo y una única Iglesia. Dondequiera que se realice una obra buena, nos pertenecerá también a nosotros si nos alegramos de ella" (Sermón 356,10).
El sediento de la verdad, el hambriento de la unidad, que ha sentido en su propia carne la tragedia de la división, sabe lo costoso que es el llegar a la fuente límpida de la verdad. Su corazón, más humano después de las múltiples caídas, es capaz de acoger y disculpar, y no escatima esfuerzos para que todos lleguen a la comunión en el Único, para que la fraternidad sea un hecho y no sólo un bello ideal: "Sean crueles con vosotros quienes ignoran con cuánta fatiga se halla la verdad y cuán difícilmente se evitan los errores. Sean crueles con vosotros quienes ignoran cuán raro y arduo es superar las imaginaciones de la carne con la serenidad de una mente piadosa. Sean crueles con vosotros quienes ignoran cuán difícil es curar el ojo del hombre interior para que pueda ver el sol que le es propio... Sean crueles con vosotros quienes ignoran tras cuántos suspiros y gemidos acontece el poder comprender, por poco que sea, a Dios. Finalmente, sean crueles con vosotros quienes nunca se vieron engañados en error tal cual es ese en que os ven a vosotros. Pero yo, que, errante por tanto tiempo, pude ver al fin en qué consiste la verdad que se percibe sin relatos de fábulas vacías de contenido; yo, que, miserable, apenas merecí superar, con la ayuda del Señor, las vanas imaginaciones de mi alma, coleccionadas en mis variadas opiniones y errores; yo, que tan tarde me sometí a médico tan clementísimo que me llamaba y halagaba para eliminar las tinieblas de mi mente; yo, que tanto tiempo lloré para que la sustancia inmutable e incapaz de mancillarse se dignase manifestarse a mi interior, testimoniándola los libros divinos; yo, en fin, que busqué con curiosidad, escuché con atención y creí con temeridad todas aquellas fantasías en que vosotros os halláis enredados y atados por la larga costumbre, y que me afané por persuadir a cuantos pude y defendí con animosidad y terquedad contra otros; yo en ningún modo puedo ser cruel con vosotros a quienes ahora debo soportar como en otro tiempo a mí mismo, y debo usar con vosotros de la misma paciencia de que usaron conmigo mis cercanos cuando erraba, lleno de rabia y ceguera, en vuestras doctrinas" (Réplica a la carta llamada del Fundamento 2-3).
A este respecto, Agustín es el prototipo de convertido, conversión siempre en proceso y nunca terminada. El mismo nos habla de dar muerte a todo aquello que es contrario a la verdad: "Destruye en ti todo lo que es contrario a la verdad" (Comentario al salmo 41,3), y de hacer la verdad en el propio corazón: "He aquí que amaste la verdad, porque el que la obra viene a la luz. Quiérola yo obrar en mi corazón, delante de ti por esta mi confesión y delante de muchos testigos por este mi escrito" (Confesiones 10,1,1). Es más, Agustín considera que difícilmente puede ser un cristiano auténtico el que no acoja la verdad del otro como suya, o mejor, el que no comprenda que la verdad sólo tiene un poseedor, un dueño, que es el Señor, y, por tanto, esté donde esté, viniera de donde viniera, debemos recibirla como un don del Señor: "Antes bien, el cristiano bueno y verdadero ha de entender que en cualquier parte donde se hallare la verdad, pertenece a su Señor" (Sobre la doctrina cristiana 2,18,28).
Santiago Sierra, OSA