Reflexión agustiniana

Escrito el 22/06/2024
Agustinos


Las dos grandes preocupaciones de Agustín son la paz y la unidad, aunque, en realidad, sería una sola con dos nombres. Se trata de la búsqueda de la unidad tanto interna como externa.  Creo que no sería equivocado el afirmar que tanto el pensamiento como la vida de Agustín sólo se pueden entender si partimos de la unidad y en dependencia de ella. Pensemos en su formación filosófica en el neoplatonismo, o en su formación teológica desde la Biblia y en el Dios-Trinidad, y comprenderemos fácilmente que su pensamiento está plasmado desde la unidad, hasta el punto que será la unidad la clave de interpretación de su obra. Si pensamos en su vida bien podemos definir a Agustín como el hombre de la unidad. La unidad es uno de los anhelos más profundos y universales del espíritu humano. Para Agustín, el amor, y el hombre está hecho para el amor, empuja a convertir al que ama en una sola cosa con el objeto amado, a unirse plenamente a él: “¿Qué es la dilección o caridad, tan ensalzada en las Escrituras divinas, sino el amor del bien? Mas el amor supone un amante y un objeto que se ama con amor. He aquí, pues, tres realidades: el que ama, lo que se ama y el amor. ¿Qué es el amor, sino la vida que enlaza o ansía enlazar otras dos vidas, a saber, al amante y al amado? Esto es verdad, incluso en los amores externos y carnales” (La Trinidad 8,10,14).

La inquietud agustiniana, y, en el fondo, toda inquietud humana, es un profundísimo anhelo de unidad, es tensión, deseo de unificarse, anhelo de recogerse en uno y en el Uno: "Vamos, ciertamente, en pos de la unidad más simple que existe. Luego busquémosla con la sencillez de corazón: Aquietaos y reconoced que yo soy Dios. No se trata de la quietud de la desidia, sino del ocio del pensamiento que se desembaraza de lo temporal y local. Porque estos fantasmas hinchados y volubles no nos permiten llegar a la constancia de la unidad. El espacio nos ofrece lugares amables; los tiempos nos arrebatan lo que amamos y dejan en el ánimo un tropel de ilusiones que balancean de una cosa a otra nuestros deseos. Así el alma se hace inquieta y desventurada, anhelando inútilmente retener a los que le cautivan. Está invitada al descanso, es decir, a no amar lo que no puede amarse sin trabajo ni turbación. Así logrará su dominio sobre las cosas; así ya no será una posesa, sino poseedora de ellas" (De la verdadera religión 35,65).

Todo en el hombre reclama la unidad, está hecho para la unidad, podríamos decir que el hombre es un ser estructuralmente tendente a la unidad y que en la unidad precisamente está su gran riqueza: "No te admires, nos dirá Agustín, de que sea tanto más pobre uno, cuanto más cosas quiere abrazar... Así el ánimo, desparramado de sí mismo, recibe golpes innumerables y vese extenuado y reducido a la penuria de un mendicante cuando su naturaleza toda le impulsa a buscar doquiera la unidad y la multitud le pone el veto" (Del orden 1,2,3).

Sin duda, la unidad es uno de esos pilares en los que descansa el edificio agustiniano, también su pensamiento, pero la unidad no termina ni en lo interior ni en lo social del ser humano, sino que está latente en todos sus movimientos y deseos, ya que la unidad es el sueño dorado de su juventud y la realidad inacabada de su madurez, que le atrae irresistiblemente. Es, en definitiva, un ideal que se conseguirá en su plenitud en el "más allá" si se logra encauzar las fuerzas por esta senda. Como vemos, la unidad es también fundamental en la vida de Agustín, de tal manera que podemos ver distintos aspectos, bien como principio de todo ser, o como la necesidad que tenemos de unificarnos y de luchar por unirnos a Dios y a los hermanos.

La unidad, fin último del hombre, es Dios, es lo único necesario, el único trabajo del hombre que tiene peso específico y en el cual debe empeñarse con todas sus fuerzas, porque en Dios encontrará el deber ser: "Para llegar a verle como Él puede ser visto, y para unirnos a Él, nos purificamos de toda mancha de pecado y malos deseos, y nos consagramos en su nombre. Él es fuente de nuestra felicidad, es meta de nuestro apetito. Eligiéndole a Él, o mejor reeligiéndole, pues le habíamos perdido por negligencia; reeligiéndole a Él, de donde procede el nombre de "religión", tendemos a él por amor para descansar cuando lleguemos, y de este modo somos felices, porque en aquella meta al alcanzamos la perfección. Nuestro bien, sobre cuya meta tal debate hay entre los filósofos, no es otro que unirnos a Él: su abrazo incorpóreo, si se puede hablar así, fecunda el alma inmortal y la llena con verdaderas virtudes. Se nos manda amar este bien con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. A este bien debemos llevar a los que amamos y ser llevado por los que aman" (La ciudad de Dios 10,3,2).

Santiago Sierra, OSA