El magisterio de San Agustín

Escrito el 16/05/2021
Agustinos


 

Texto: P. Pio de Luis, OSA
Música: Alexander Nakarada.  Brothers Unite

Cuando, en el año 1298, el papa Bonifacio VIII declaró  doctor de la Iglesia a san Agustín, junto con san Jerónimo, san Ambrosio y san Gregorio Magno,  más que otorgarle un título, reconocía una realidad: el magisterio indiscutible del obispo de Hipona en la Iglesia latina. Realidad contrastada en relación al pasado y certeza total respecto del futuro. Y, a la vez que indiscutible, casi universal: ni sus saberes parecen tener límite ni número sus discípulos. Dentro de esa universalidad de saberes, sus discípulos han especificado áreas en las que se sienten más a gusto con él. Cual deportista genial que puede ocupar cualquier posición en el campo de juego, disfrutan más de su arte si lo muestra en determinados puestos. De ahí resultan otros doctorados que, de forma no oficial, han ido confiriéndole: Doctor de la Trinidad, doctor de la Gracia, doctor de la Oración, doctor de la Humildad, etc. Forma de reconocer que él les ha enseñado la Fuente en que beber como cristianos, el Agua de vida que de ella mana, el Modo seguro de llegar a ella y la Condición ineludible para poder beberla.

Magisterio ni fortuito ni inesperado, pues el mismo Agustín era consciente de él.  Esa consciencia explica que, al final de su vida, decidiera emplear sus ya menguadas fuerzas en revisar todos sus escritos. La decisión resultaba de varias convicciones: que personalmente había ido evolucionando – «escribía a medida que progresaba y que progresaba a medida  que escribía»–;  que sus adversarios tergiversaban a menudo sus primeros textos, y que  sus escritos iban a ser despensa de la que se surtirían las futuras generaciones cristianas.  Dios es amor, pero Jesucristo que nos lo revela es la Verdad; por tanto, sin la Verdad no se llega al Amor.

De ese magisterio agustiniano ha bebido de forma oficial la Iglesia también en los últimos tiempos. De hecho, san Agustín es, con diferencia, el Padre de la Iglesia en que más se inspiraron los Documentos del Vaticano II y el Catecismo de la Iglesia Católica, y el que más sigue iluminando la oración pública de la Iglesia en el Oficio de lecturas. 

De ese magisterio bebe también el pueblo fiel de manera menos oficial, pero más inmediata, mediante sus múltiples y conocidas máximas. ¿Quién, por ejemplo, no conoce, entre otras muchas, esta: «Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti?», o esta: «Ama y haz lo que quieres»? En cápsulas de bella expresión, el santo ofrece un alimento superconcentrado. Su riqueza doctrinal suele estar en proporción directa a su extraordinaria concisión, que a veces cela la hondura de la idea.  Por eso, en próximas entregas iremos sacando a la superficie lo que esconde su profundidad.