Miércoles XXXIII del Tiempo Ordinario

Escrito el 20/11/2024
Agustinos


Texto:  Miguel G. de la Lastra, OSA
Música: K. Mc Leod. A very brady special

En aquel tiempo, Jesús dijo una parábola, porque estaba él cerca de Jerusalén y pensaban que el reino de Dios iba a manifestarse enseguida.
Dijo, pues:
«Un hombre noble se marchó a un país lejano para conseguirse el título de rey, y volver después.
Llamó a diez siervos suyos y les repartió diez minas de oro, diciéndoles:
“Negociad mientras vuelvo”.
Pero sus conciudadanos lo aborrecían y enviaron tras de él una embajada diciendo:
“No queremos que este llegue a reinar sobre nosotros”.
Cuando regresó de conseguir el título real, mandó llamar a su presencia a los siervos a quienes había dado el dinero, para enterarse de lo que había ganado cada uno.
El primero se presentó y dijo:
“Señor, tu mina ha producido diez”.
Él le dijo:
“Muy bien, siervo bueno; ya que has sido fiel en lo pequeño, recibe el gobierno de diez ciudades”.
El segundo llegó y dijo:
“Tu mina, señor, ha rendido cinco”.
A ese le dijo también:
“Pues toma tú el mando de cinco ciudades”.
El otro llegó y dijo:
“Señor, aquí está tu mina; la he tenido guardada en un pañuelo, porque tenía miedo, pues eres un hombre exigente que retiras lo que no has depositado y siegas lo que no has sembrado”.
Él le dijo:
“Por tu boca te juzgo, siervo malo. ¿Conque sabías que soy exigente, que retiro lo que no he depositado y siego lo que no he sembrado? Pues ¿por qué no pusiste mi dinero en el banco? Al volver yo, lo habría cobrado con los intereses”.
Entonces dijo a los presentes:
“Quitadle a este la mina y dádsela al que tiene diez minas”.
Le dijeron:
“Señor, ya tiene diez minas”.
Os digo: “Al que tiene se le dará, pero al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene. Y en cuanto a esos enemigos míos, que no querían que llegase a reinar sobre ellos, traedlos acá y degolladlos en mi presencia”».
Dicho esto, caminaba delante de ellos, subiendo hacia Jerusalén.

¿Por qué no pusiste mi dinero en el banco? La pregunta del evangelio de hoy quizás nos parezca razonable, de hecho hemos leído tantas veces este evangelio que hay que hacer un esfuerzo para darnos cuenta de que la verdadera pregunta debería ser ¿cómo os habéis arriesgado a negociar con mi dinero?

A ninguno de nosotros a quienes nos dejen en depósito algo valioso para cuidarlo se nos ocurre ponernos a negociar con él. Nos parecería un abuso de confianza. Lo hemos recibido, sí, pero no es nuestro, no lo poseemos. Por eso lo normal sería dirigirnos a los primeros siervos a preguntarles cómo se les ha ocurrido arriesgarse ¿acaso no tenían miedo de perder la riqueza de su Señor?

Precisamente es de este miedo del que la parábola nos quiere hablar, o más bien de este equivocado miedo al perder las riquezas del Señor. Porque el mandato del Señor era claro “negociad”. No dice “ganad” ni dice “enriqueceos”. Somos nosotros los que al leer añadimos la avaricia como un elemento de este Señor que marcha a conseguir el título de rey. Somos nosotros los que añadimos siempre un punto de sospecha ante este Señor que confía su jardín al cuidado del hombre y la mujer y que cada tarde se acerca a pasear por su jardín, sin que el libro del Génesis añada que lo hacía para comprobar el trabajo del hombre.

Dios ha confiado tanto en nosotros que nos ha confiado su propia riqueza, su creación y, sobre todo, su mayor tesoro que son sus hijos, los humanos. Nos los ha confiado entregándonos esa inmensa y valiosa onza de oro que es el amor que Dios ha puesto en nuestros corazones por el Espíritu Santo  ¿Qué hacemos con ese amor? ¿Qué hacemos con esas 24 horas diarias de amor que Dios nos entrega?

Unos siervos las distribuyen, porque negociar significa entregar dinero para recibir otra cosa. Otro siervo la guarda. Los primeros podrían confundirse, perder tiempo o riqueza, y quizás en todo el tiempo que el Señor estuvo fuera ganaron algunas veces y perdieron otras. De hecho uno termina con un balance de diez onzas ganadas y otro de cinco. A ambos alaba el Señor, porque ambos distribuyen. El problema del décimo siervo no es que sea “disipador al perder, sino perezoso en el distribuir”. (Com. Sal. 38). Esconder la gracia que Dios nos ha dado, ocultar nuestra fe por miedo a estropearla. Cada vez que no vivimos según la fe, cada vez que callamos ante una circunstancia contraria al evangelio, cada vez que dejamos de mirar a alguien como un hermano, cada vez que nos cerramos al perdón, estamos escondiendo en un pañuelo esa onza de oro que es el Amor Divino que el Espíritu Santo ha puesto en nuestros corazones.

Aunque lo más terrible de la enseñanza del evangelio de hoy es el final. Hay que fijarse, leerlo despacio, porque al siervo no le ocurre nada malo, simplemente le quitan su onza de oro. Pero en realidad lo que le quitan es algo que nunca había tenido como propio, no se había atrevido a usarla, era como si no la tuviera.

“El hecho de que se le quite lo recibido a quien no quiso hacer uso de ello y se dé a quien tenía diez significa que también puede perder el don de Dios quien poseyéndolo no lo posee, es decir, no hace uso de él; en cambio crece en aquel que teniéndolo lo tiene, es decir, hace buen uso de él”. (Quest Ev. II,46).

Lo terrible de la parábola de las onzas del evangelio de Lucas es que nos recuerda que podemos recibir de Dios todos los dones y, sin embargo, si no los ponemos en práctica, en la práctica es como no haber recibido nada.