Texto: Niguel G. de la Lastra, OSA
Música: Autum prelude
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas. Si te hace caso, has salvado a tu hermano.
Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano.
En verdad os digo que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en los cielos.
Os digo, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre que está en los cielos. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».
El Señor Jesús ha entregado a sus discípulos la capacidad de atar y desatar. En muchas ocasiones, cuando pensamos en nuestros defectos y en los defectos de los que nos rodean acabamos conformándonos con un sencillo “es cosa del carácter” “todos son así”. Sin embargo cuando ese defecto nos supone un fuerte perjuicio, nuestra reacción termina siendo de enfado y a veces de ira. Y esta ira nos lleva a airear el defecto, a contar a los cuatro vientos el mal comportamiento. En los tiempos de las redes sociales, en este final de verano en el que un comentario en Twitter o en X desata toda una tormenta de críticas y de juicios, quizás deberíamos pararnos un segundo a preguntarnos qué estamos buscando.
Porque claramente no seguimos el camino propuesto en el evangelio de hoy, que nos invita a pasar por un camino de discreción y sólo gradualmente ir haciéndolo público. Mateo pone en el centro de todo el proceso “salvar al hermano”. Pero si miramos con corazón frío, cada vez que aireamos el comportamiento de alguien, especialmente cada vez que hacemos públicos comportamientos privados, no siempre estamos buscando ayudar a la persona a descubrir su error sino que quizás estamos tratando de saciar una cierta “sed de venganza”. Si pasamos de nuestro ámbito familiar al ámbito social nos daremos cuenta que diariamente se airean comportamientos, expresiones, gestos que objetivamente están mal e incluso muy mal, palabras que manifiestan la poca elegancia de quien los pronuncia, o su ignorancia, o un corazón henchido de egoísmo o soberbia. Quizás no está tan claro si el hecho de airearlo busca liberar a nuestro hermano de su defecto y lo que queda claro es que ese método no consigue desatar el nudo que le ata a su comportamiento; la verdad es que, actuando así, atamos a nuestro hermano con un lazo aún más fuerte, hasta el punto de que, en algunos de nuestros grupos sociales, de nuestros pueblos, de nuestros colegios, una persona puede quedar atado durante toda su vida a un episodio equivocado simplemente porque alguien se sintió ingenioso para definirlo con una expresión cómica.
Tenemos el poder de desatar, pero para ello primero tenemos que desatarnos de la ofensa que nuestro hermano nos ha hecho. Porque atados a esa ofensa, buscaremos ser compensados con el hecho de que nuestro hermano cargue siempre con su sanbenito. Nos parecerá gracioso o incluso justo que cada vez que le miren todos recuerden el mal que hizo. El queda atado a su pecado y nosotros encadenados a nuestro dolor.
Y tenemos también el poder de desatar. Podemos acompañar al hermano en un camino para comprender su error, querer cambiarlo y aprender a vivir de otra forma. La comunidad se convierte así en un instrumento de sanación en lugar de ser una horda justiciera.
En el centro de todo está el amor que tengamos por nuestro hermano, qué nos lleva a corregirle. En nuestras manos está la capacidad de curarle o de hundirle. Tendremos que preguntarnos qué es lo que mueve nuestras manos al colgarle a nuestros hermano su pecado del cuello ¿Buscamos desquitarnos por lo que nos ha hecho o buscamos ayudarle a que descubra su enfermedad?
“¿Por qué le corriges? ¿Porque te duele el que haya pecado contra ti? En ningún modo. Si lo haces por amor a ti mismo, nada haces. Si lo haces por amor hacia él, tu acción es óptima.” (Serm. 82)