Texto: Ángel Andújar, OSA
Música: Autum prelude
Después de que la gente se hubo saciado, Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente.
Y después de despedir a la gente subió al monte a solas para orar. Llegada la noche estaba allí solo.
Mientras tanto la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. A la cuarta vela de la noche se les acercó Jesús andando sobre el mar. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, diciendo que era un fantasma.
Jesús les dijo enseguida:
«Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!».
Pedro le contestó:
«Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre el agua».
Él le dijo:
«Ven».
Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó:
«Señor, sálvame».
Enseguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo:
«Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?».
En cuanto subieron a la barca amainó el viento. Los de la barca se postraron ante él diciendo:
«Realmente eres Hijo de Dios».
El Dios de la brisa tenue
Huracán y brisa, oleaje y mar en calma, miedo y calma…; la Palabra nos invita hoy a decidir dónde y cómo queremos situarnos ante Dios. Elías ve pasar el huracán, el viento, el terremoto y el fuego, pero en ninguno de ellos estaba Dios. En cambio, llegó la brisa tenue y se tapó el rostro: ahí descubrió al Señor. El profeta tuvo la clarividencia para ver donde otros no veían nada, para percibir la presencia de Dios en el sosiego, la pequeñez, lo sencillo.
Esa claridad de mente es la que, quizá, les faltaba a los apóstoles cuando, en medio del lago, sacudida la barca por el viento y las olas, se dejan atenazar por el miedo y no son capaces de descubrir al Señor. Es el mismo miedo que hace que Pedro, desconfiado él, se hunda en las aguas porque no termina de creer que Jesús sale a su encuentro.
A los apóstoles, y quizá también hoy a nosotros, les cuesta ver a Dios en la quietud. Jesús les había invitado a ir en barca a la otra orilla del lago; ellos, posiblemente agobiados por llegar a tiempo y asustados porque el viento arreciaba y las olas sacudían la barca, no son capaces de ver más allá. ¿Dónde está Dios, que nos hundimos?, se preguntan. Y, aunque Jesús les dice “no tengáis miedo”, ellos no terminan de creer.
Y hoy, ¿dónde están nuestros miedos?
Quizá nos da miedo vivir nuestra fe con sencillez, queriendo revestirla de seguridades, de certezas, de poder y notoriedad.
Quizá nos dan miedo las tempestades, inevitables en la vida, y acabamos sucumbiendo por falta de fortaleza y perseverancia. O por falta de confianza en nosotros mismos y en Dios.
Quizá hasta nos acomodamos al miedo, prefiriendo perder el tiempo en lamentarnos de lo mal que va todo, de la increencia que nos rodea, de las injusticias que vemos a nuestro alrededor, antes que concentrarnos en lo fundamental y ver la presencia de Dios en lo sencillo, ese Dios que nos impulsa a afrontar las dificultades para ir haciendo realidad su Reino.
Tendremos que volver a la brisa tenue, a hacernos pequeños, a dejarnos acunar por Dios como un niño en brazos de su madre, a superar los miedos y abrirnos a la esperanza mostrando, al contrario de lo que hizo Pedro, que la fe se puede vivir sin pedir más pruebas que la que ya tenemos: el encuentro con Aquel que nos sale al paso, nos tiende la mano y nos invita a ir hacia Él. En medio de la noche, en un mundo complejo, dejemos que la luz de Dios siga guiando nuestros pasos. Feliz día del Señor.