Texto: Miguel G. de la Lastra, OSA
Música: Keys of Moon. One Love
En aquel tiempo, llamó Jesús de nuevo a la gente y les dijo:
«Escuchad y entended todos: nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre».
Cuando dejó a la gente y entró en casa, le pidieron sus discípulos que les explicara la parábola.
Él les dijo:
«¿También vosotros seguís sin entender? ¿No comprendéis? Nada que entre de fuera puede hacer impuro al hombre, porque no entra en el corazón sino en el vientre y se echa en la letrina».
(Con esto declaraba puros todos los alimentos). Y siguió:
«Lo que sale de dentro del hombre, eso sí hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro».
A veces leemos evangelios como el de hoy que parece que no nos hablen a nosotros. La expresión “hacer impuro” no es fácil de representar en nuestros días y mucho menos la imagen de que algún alimento nos haga impuros. Sabemos que este evangelio nos habla de las tradiciones de los judíos sobre alimentos puros e impuros y desde ahí podemos imaginar una lista de alimentos que, entrando en el hombre, lo hacían impuro, digamos que lo ensuciaban y ya no estaba en condiciones de acercarse a Dios.
Para los judíos estaba muy claro que Dios es puro, santo, perfecto, y el hombre tiene que ser también puro, santo y perfecto para acercarse a Dios, y así hay que evitar todo lo que nos pueda hacer indignos, sucios, imperfectos o pecadores. Si somos sinceros quizás descubramos que también nosotros pensamos a veces como los judíos, creyendo que ciertas situaciones de la vida, ciertas decisiones que tomemos, ciertas acciones que hagamos nos van a “manchar” y ya no vamos a ser dignos de acercarnos a Dios.
Jesús también tiene claro que para estar con Dios hay que estar en sintonía con El, en santidad, pureza y perfección, o más bien en sintonía con la santidad, pureza y perfección de Dios. Aunque si comparamos nuestra vida con la de Dios nos daremos cuenta de la inmensa distancia que hay entre su santidad y la nuestra, entre su pureza y la nuestra, por mucho que nos esforcemos.
Tal vez estamos enfocamos mal el problema, igual que hacían los discípulos, y nos olvidamos que lo que hace al hombre indigno de Dios no es lo que le pasa, sino lo que pasa por su corazón. Marcos nos está invitando en este evangelio a que nos demos cuenta de que ser hijos de Dios no es cuestión de lo que hacemos o de lo que nos pasa, sino cuestión de lo que pasa por nuestro corazón. El mismo Jesús no tenía pinta de santo o puro colgado de la cruz, no respetaba el sábado ni se mantenía alejado de los pecadores o los enfermos. No se comportó como se esperaba de un fiel seguidor de Dios, pero sí tenía un corazón profundamente divino, un corazón de hijo.
Cuando alguien se acerca a mí con su pecado o su enfermedad, cuando alguien chismoso viene a hablar conmigo, alguien colérico, alguien perezoso termino muchas veces comportándome igual, como si “me hubiera contagiado”. Pero lo que realmente pasa es que yo dejo entrar en mi corazón esas ideas. Como si el corazón tuviera una boca con la que alimentarse con pensamientos, con ideas, con sueños, con palabras dichas a las personas. El corazón se va alimentando con esos pensamientos y puede crecer como corazón de hijo o como corazón de esclavo.
Claro que tenemos que tener miedo de que nuestra boca nos haga hablar como si no fuéramos hijos, pero lo que verdaderamente nos va transformado de hijos en extraños es lo que dejamos entrar en la boca del corazón, porque “Lo que ensucia al hombre, sale de la boca del corazón”. (La Trinidad, XV, 10,18)