Hemos comenzado el año celebrando a María, Madre de Dios porque nos ha dado al Hijo de Dios, Príncipe de la Paz. En este día los católicos de todo el mundo rezamos por la paz desde que S. Pablo VI en 1968 instituyó la jornada con el fin de acoger este don del Espíritu Santo. Estamos viviendo tiempos de incertidumbre, amenazas, disturbios y guerras que suscitan en nuestro corazón miedos, desesperación y desánimo, sobre todo cuando nuestras metas se circunscriben sólo al ámbito de lo natural y ponemos la posible solución a los problemas únicamente en nuestras capacidades humanas.
San Agustín dedica varios capítulos del libro XIX de La ciudad de Dios a reflexionar sobre la paz considerándola fruto de la concordia y del amor. Concordia que debe iniciar y crecer en el corazón de cada persona para después poder disfrutarla en sociedad y ello sólo es posible si hay “concordia” con Dios. Dice San Agustín: “Dada la limitación de la inteligencia humana, para evitar que en su misma investigación de la verdad caiga en algún error detestable, el hombre necesita que Dios le enseñe. De esta forma, al acatar su enseñanza, estará en lo cierto, y con su ayuda se sentirá libre. Pero como todavía está en lejana peregrinación hacia el Señor todo el tiempo que dure su ser corporal y perecedero, le guía la fe, no la visión. Por eso, toda paz corporal o espiritual, o la mutua paz entre alma y cuerpo es con vistas a aquella paz que el hombre durante su mortalidad tiene con el Dios inmortal para tener así la obediencia bien ordenada según la fe bajo la ley eterna. Dios, como maestro, le ha enseñado al hombre dos preceptos fundamentales: el amor a Dios y al prójimo. En ellos ha encontrado el hombre tres objetos de amor: Dios, él mismo y el prójimo. Quien a Dios ama no se equivoca en el amor a sí mismo. Por consiguiente, debe procurar que también su prójimo ame a Dios, ese prójimo a quien se le manda amar como a sí mismo” (La ciudad de Dios, XIX, 14).
Seamos conscientes de que, mientras caminamos por este mundo, la paz es frágil y parcial, por ello San Agustín alertaba a sus conciudadanos para que no pusieran sus esperanzas en las cosas de este mundo: “¿Quieres tener los ojos para ver sólo el presente? El que resucitó prometió realidades futuras, no paz en esta tierra ni la tranquilidad para esta vida. Todo hombre busca la tranquilidad; busca lo bueno, pero no en el lugar donde reside. No hay paz en esta vida; se nos ha prometido en el cielo lo que buscamos en la tierra; se nos prometió para el mundo futuro lo que buscamos en este mundo.” (Comentario a los salmos 48 II, 6). En su obra La ciudad de Dios nos ilustra la diferente esperanza entre la ciudad terrena y la ciudad de Dios: “La familia humana que no vive de la fe busca la paz terrena en los bienes y ventajas de esta vida temporal. En cambio, aquella cuya vida está regulada por la fe está a la espera de los bienes eternos prometidos para el futuro. Utiliza las realidades temporales de esta tierra como quien está en patria ajena. Pone cuidado en no ser atrapada por ellas ni desviada de su punto de mira, Dios, y procura apoyarse en ellas para soportar y nunca agravar el peso de este cuerpo corruptible, que es lastre del alma. He aquí que el uso de las cosas indispensables para esta vida mortal es común a estas dos clases de hombres y de familias. Lo que es totalmente diverso es el fin que cada uno se propone en tal uso. Así, la ciudad terrena, que no vive según la fe, aspira a la paz terrena, y la armonía bien ordenada del mando y la obediencia de sus ciudadanos la hace estribar en un equilibrio de las voluntades humanas con respecto a los asuntos propios de la vida mortal. La ciudad celeste, por el contrario, o mejor la parte de ella que todavía está como desterrada en esta vida mortal, y que vive según la fe, tiene también necesidad de esta paz hasta que pasen las realidades caducas que la necesitan. Y como tal, en medio de la ciudad terrena va pasando su vida de exilio en una especie de cautiverio, habiendo recibido la promesa de la redención y, como prenda, el don del Espíritu. (La ciudad de Dios, XIX, 17)
Elevar nuestra mirada al cielo no quiere decir que debemos desentendernos de las realidades de este mundo, sino todo lo contrario porque como miembros de la ciudad de Dios debemos colaborar en la salvación y pacificación de esta realidad dejándonos guiar por el Espíritu del Resucitado fundamento de nuestra esperanza: “Esta ciudad celeste, durante el tiempo de su destierro en este mundo, convoca a ciudadanos de todas las razas y lenguas, reclutando con ellos una sociedad en el exilio, sin preocuparse de su diversidad de costumbres, leyes o estructuras que ellos tengan para conquistar o mantener la paz terrena. Nada les suprime, nada les destruye. Más aún, conserva y favorece todo aquello que, diverso en los diferentes países, se ordena al único y común fin de la paz en la tierra. Sólo pone una condición: que no se pongan obstáculos a la religión por la que -según la enseñanza recibida- debe ser honrado el único y supremo Dios verdadero. En esta su vida como extranjera, la ciudad celestial se sirve también de la paz terrena y protege, e incluso desea -hasta donde lo permitan la piedad y la religión-, el entendimiento de las voluntades humanas en el campo de las realidades transitorias de esta vida. Ella ordena la paz terrena a la celestial, la única paz que al menos para el ser racional debe ser reconocida como tal y merecer tal nombre, es decir, la convivencia que en perfecto orden y armonía goza de Dios y de la mutua compañía en Dios. Cuando haya llegado a este su destino, ya no vivirá una vida mortal, sino absoluta y ciertamente vital. Su cuerpo no será ya un cuerpo animal, que por sufrir corrupción es lastre del alma, sino un cuerpo espiritual, libre de toda necesidad, sumiso por completo a la voluntad. En su caminar según la fe por país extranjero tiene ya esta paz, y guiada por la fe vive la justicia cuando todas sus acciones para con Dios y el prójimo las ordena al logro de aquella paz, ya que la vida ciudadana es, por supuesto, una vida social. (La ciudad de Dios, XIX, 17).
Cuando creemos en la paz futura y la amamos, ya se hace presente en nuestro corazón y podemos transmitirla a los demás: “¿Eres amante de la paz? Encuéntrate a gusto con ella en tu corazón. «¿Y qué he de hacer?». Tienes algo que hacer. Elimina los altercados y dedícate a la oración. No devuelvas insulto por insulto, antes bien ora por quien te insulta. Quieres hablarle a él, pero contra él: habla a Dios, pero en su favor. No te digo que te quedes callado, pero elige antes dónde has de hablar: ante aquel a quien hablas en silencio, con los labios cerrados, pero gritando el corazón. Sé bueno con él allí donde él no te ve. A quien no ama la paz y desea litigar, respóndele lleno de mansedumbre: «Di cuanto quieras; por mucho que me odies y te agrade el detestarme, eres mi hermano. ¿Qué haces para no ser mi hermano? Bueno o malo, queriendo o sin querer, eres mi hermano»” (Sermón 357, 4)
Guiados también por las palabras del Papa Francisco, seamos comunicadores de paz y esperanza: “Busquemos la verdadera paz, que es dada por Dios a un corazón desarmado: un corazón que no se empecina en calcular lo que es mío y lo que es tuyo; un corazón que disipa el egoísmo en la prontitud de ir al encuentro de los demás; un corazón que no duda en reconocerse deudor respecto a Dios y por eso está dispuesto a perdonar las deudas que oprimen al prójimo; un corazón que supera el desaliento por el futuro con la esperanza de que toda persona es un bien para este mundo.” (Mensaje de SS. Francisco para la LVIII Jornada Mundial de la Paz, 13)
P. Pedro Luis Morais Antón. Agustino.