Del Discurso del Santo Padre Francisco a los participantes en una conferencia sobre el tema "Las religiones y los objetivos de desarrollo sostenible". (Marzo de 2019)
Cuando hablamos de sostenibilidad, no podemos pasar por alto la importancia de la inclusión y la de la escucha de todas las voces, especialmente de aquellas normalmente marginadas en este tipo de discusión, como las de los pobres, los migrantes, los indígenas y los jóvenes. Me alegra ver a una variedad de participantes en esta conferencia, portadores de una multiplicidad de voces, de opiniones y propuestas, que pueden contribuir a nuevos itinerarios de desarrollo constructivo. Es importante que la implementación de los objetivos de desarrollo sostenible siga su verdadera naturaleza original que es la de ser inclusiva y participativa.
La Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible, aprobados por más de 190 naciones en septiembre de 2015, fueron un gran paso adelante para el diálogo mundial, a la enseña de una necesaria «nueva solidaridad universal» (Enc. Laudato si', 14). Diferentes tradiciones religiosas, incluida la católica, han abrazado los objetivos del desarrollo sostenible porque son el resultado de procesos participativos globales que, por un lado, reflejan los valores de las personas y, por el otro, se sustentan en una visión integral del desarrollo.
Desarrollo integral
Sin embargo, proponer un diálogo sobre el desarrollo inclusivo y sostenible también requiere reconocer que el “desarrollo” es un concepto complejo, a menudo instrumentalizado. Cuando hablamos de desarrollo siempre debemos aclarar: ¿Desarrollo de qué? ¿Desarrollo para quién? Durante demasiado tiempo, la idea convencional de desarrollo se ha limitado casi por completo al crecimiento económico. Los indicadores de desarrollo nacional se basaban en los índices del producto interno bruto (PIB). Esto ha guiado al sistema económico moderno por un camino peligroso, que ha evaluado el progreso solo en términos de crecimiento material, por lo que casi estamos obligados a explotar irracionalmente tanto a la naturaleza como a los seres humanos.
En realidad, como destacó mi predecesor San Pablo VI, hablar de desarrollo humano significa referirse a todaslas personas —no solo a unas pocas— y a toda la persona humana, no solo a la dimensión material (véase Enc. Populorum progressio, 14). Por lo tanto, una discusión fructífera sobre el desarrollo debería ofrecer modelos viables de integración social y de conversión ecológica, porque no podemos desarrollarnos como seres humanos fomentando la desigualdad y la degradación del medio ambiente.
Las denuncias de los modelos negativos y las propuestas de rutas alternativas no son válidas solo para los demás, sino también para nosotros. De hecho, todos debemos comprometernos a promover e implementar los objetivos de desarrollo que están respaldados por nuestros valores religiosos y éticos más profundos. El desarrollo humano no es solo una cuestión económica o que concierne solo a los expertos, sino, en primer lugar, una vocación, una llamada que requiere una respuesta libre y responsable (cf. Benedicto XVI, Enc. Caritas in veritate, 16-17).