Texto: Quique Infante
Música: Bensoundcute
Nuremberg
El texto de hoy se titula “Alto el fuego”. Ojalá fuese para celebrar que han cesado los problemas en Palestina, o que no se va complicar más aún la guerra de Ucrania. Ojalá. Pero no, lo cierto es que vamos a hablar de un alto el fuego mucho más cercano: el de la cena de casa de todos los días.
Y es que escuché un día a un especialista en neuropsicología infantil, José Ramón Gamo, una frase que se me quedó clavada: “No permitas que la cena familiar de casa se convierta en el juicio de Nuremberg”. Venía a explicar -y aquí ya utilizo mi propia interpretación de su recomendación- que la cena de casa debería ser un espacio y un momento perfecto para detener, al menos durante ese rato, cualquier hostilidad doméstica que hubieras tenido o que sospechases que estaba al caer.
Porque uno no deja de educar, no deja de echar una buena bronca y no se corta a la hora de corregir algún comportamiento inadecuado. Pero a veces al hacerlo el tono de reprimenda se puede confundir con el de desprecio. El enfado a veces se puede confundir con “una falta de amor”. Y no es así. Es más, es lo contrario.
Por eso, si a uno le llegan las ganas de todo eso durante la cena, se puede aguantar unos minutos. Porque si tu hijo sabe que la cena es un espacio seguro y de disfrute tendrá ganas de que llegue todos los días. Y si cree que el asiento durante ese rato en el que uno no puede huir es en realidad el banquillo de los acusados, intentará evitarlo cada día.
Así, el momento previo y posterior a la cena servirán para decir lo que haya que decir; pero nuestros hijos verán -antes o después de la bronca- nuestra cara de padres… y la cara de un padre (y por supuesto la de una madre) es la imagen que un niño, un adolescente, un joven o un adulto siempre queremos ver.
Porque durante una bronca nuestro hijo se puede sentir durante un momento “un vago que no se sabe cómo ha podido suspender esa asignatura”; o “un desobediente que por un oído le entra y por otro le sale”; incluso un descerebrado que “no sabe qué cabeza tiene para que se le haya ocurrido semejante idea”; puede sentirse durante unos minutos un individuo que “más le vale que sea la última vez que se le ocurra hacer eso”, o un proyecto de desastre que “así le va a ir en la vida como siga en ese plan”.
Pero unos minutos después vuelve a ser ese hijo querido que “cree que el sábado jugará por fin de titular”, o mi acompañante para “el puente de diciembre en la pizzería que nos encanta”, o ese maravilloso dibujante “que va a sorprender a la abuela el domingo”, puede mostrarse como un inquieto buscador de verdades “que no ha entendido bien lo que le ha dicho la catequista”, o incluso ese pequeño despechado al que “le han colocado en la friend zone”.
Y ese padre es el mismo padre: el que está haciendo bien su papel educando un rato y escuchando otro. Y es la misma madre, corrigiendo con todo su amor con la ceja levantada, y babeando minutos después pensando en esa “ciega que ha colocado a su niño en la dichosa friend zone”.
Y el hijo es el mismo hijo todo el rato: siendo un niño adorable cuando es un desastre y siendo igualmente adorable cuando no lo es. Son los mismos, pero saben que en las leyes de la guerra también existen los “alto el fuego”.
Y un último recordatorio. Esa cena “que no es el juicio de Nuremberg” también puede ser “el café en la máquina con el pesado de mi compañero”, el viaje en coche diario “para acercar a mi pareja a la oficina”, el “saludo de Buenos días de mi grupo de Whatsapp” o el momento que a uno le dé la gana establecer. Piensa uno y pacta un alto el fuego periódico. Mal no te va a hacer.
¡Buenos días!