Texto: Clara de Mingo
Música: Amazingrace
Dice el Evangelio de hoy que “todo lo que atéis en la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en los cielos”.
Muchas veces, cuando nos paramos o me paro a escribir estas reflexiones, lo primero que hago es leer el Evangelio del día, después el santoral y también si se celebra algo especial. Si bien todos los santos son reconocidos por haber vivido de una manera especial el Evangelio, el santo de hoy sin duda dejó todo bien atado aquí en la tierra.
Es probable que hayamos escuchado el nombre de San Maximiliano Kolbe en las letanías, en alguna ordenación, adoración, oración o similar. Y es que se trata de uno de los santos mártires de la primera mitad del siglo XX. Recuerdo que en el viaje que hicimos a Polonia, cuando fuimos a Auschwitz, un compañero me contó la historia de este santo. Dice la historia que el encargado del campo de concentración estableció que, al fugarse un prisionero, se seleccionarían diez para que ocuparan su lugar en el búnker, a modo de represalia. En una de las ocasiones, el oficial de las SS seleccionó al sargento polaco Franciszek Gajowniczek, quien manifestó que, tras su muerte y la de su mujer, sus hijos quedarían huérfanos. En ese momento, Maximiliano Kolbe dio un paso al frente y se ofreció a ocupar el lugar de aquel hombre. Dos semanas más tarde, fue asesinado junto a sus compañeros en ese búnker, no sin antes recordarle a su verdugo que “el odio es inútil, solo el amor crea”.
Además de este ejemplo de entrega por el hermano, uno de los episodios que más me llamaron la atención de este santo fue cuando leí el testimonio de su madre en el que decía que desde pequeño ya sabía que moriría mártir. El relato dice así: “Una vez no me gustó nada una travesura, y se la reproché: Niño mío, ¡quién sabe lo que será de ti!. Después, yo no pensé más, pero observé que el muchacho había cambiado tan radicalmente, que no se podía reconocer más. Teníamos un pequeño altar escondido entre dos roperos, ante el cual él a menudo se retiraba sin hacerse notar y rezaba llorando. Estuve preocupada, pensando en alguna enfermedad, y le pregunté: ¿te pasa algo? ¡Se lo tienes que contar todo a tu mamá! Temblando de emoción y con los ojos anegados en lágrimas, me contó: "Mamá, cuando me reprochaste, pedí mucho a la Virgen que me dijera lo que sería de mí. Lo mismo en la iglesia, le volví a rogar. Entonces se me apareció la Virgen, teniendo en las manos dos coronas: una blanca y otra roja. Me miró con cariño y me preguntó si quería esas dos coronas. La blanca significaba que perseveraría en la pureza y la roja que sería mártir. Contesté que las aceptaba... [las dos]. Entonces la Virgen me miró con dulzura y desapareció.”
Señor Jesucristo, Tú que dijiste "nadie tiene mayor amor que quien da la vida por sus amigos", concédenos que también nosotros podamos entregarnos enteramente sin reservas por el amor y el servicio a los demás, con la intercesión de nuestra Madre, como lo hizo tu siervo San Maximiliano. Amén.