Los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraído por muchas solicitaciones, tiene que elegir y que renunciar. Más aún, como enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere y deja de hacer lo que querría llevar a cabo. Por ello siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad. Son muchísimos los que, tarados en su vida por el materialismo práctico, no quieren saber nada de la clara percepción de este dramático estado, o bien, oprimidos por la miseria, no tienen tiempo para ponerse a considerarlo. Otros esperan del solo esfuerzo humano la verdadera y plena liberación de la humanidad y abrigan el convencimiento de que el futuro del hombre sobre la tierra saciará plenamente todos sus deseos. Y no faltan, por otra parte, quienes, desesperando de poder dar a la vida un sentido exacto, alaban la insolencia de quienes piensan que la existencia carece de toda significación propia y se esfuerzan por darle un sentido puramente subjetivo. Sin embargo, ante la actual evolución del mundo, son cada día más numerosos los que se plantean o los que acometen con nueva penetración las cuestiones más fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía? ¿Qué valor tienen las victorias logradas a tan caro precio? ¿Qué puede dar el hombre a la sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué hay después de esta vida temporal?
Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 10