Texto: Pablo Tirado OSA
Música: Bensoundcute
Alguien en nuestra sociedad dice de nuestra economía que “va como un cohete”; parece como si tal individuo hubiera leído la parábola del Evangelio de ayer y, de igual modo que la semilla, dicha economía creciera por sí sola. Pero tanto la semilla como el grano de mostaza del Evangelio hacen referencia a la sutil experiencia de Dios. O, dicho de otro modo, nos narran lo que acontece con aquellos que experimentan a Dios.
En la segunda mitad del siglo pasado, el preciado teólogo Karl Rahner sentenció de manera lapidaria una afirmación muy repetida: “el cristianismo del siglo XXI será un místico o no será”. El afamado teólogo, lógicamente distaba de la mediocre e inadecuada comprensión del místico como el sujeto de arrebatos extraterrestres, sino que se refería a aquel que tiene experiencia de algo o de alguien.
Y esto nos vienen a decir las 2 parábolas. El cristiano o es aquel que experimenta a Dios en la vida o no crecerá. Y concretaría dicha experiencia de Dios en 2 sentidos. Por un lado experimentar a Dios en su infinita trascendencia. Parecería como algo negativo por inalcanzable, pero nada más lejos. Considerar, y respetar, a Dios en su absoluta trascendencia implica para nosotros vivir en un deseo cada vez mayor, en un estímulo, motivación y esperanza siempre por estrenar, nunca caducas. Pero, además, nos ofrece una gran libertad ante todas las mediaciones y dogmas que quieren reducir a Dios a su medida, cayendo en reduccionismos, cuando no fanatismos.
Pero, de manera complementaria, que no aparentemente paradójica, esa experiencia de Dios pasa por sentirlo enormemente cercano. La experiencia cristiana es como si cuando la persona piensa estar acercándose a Dios, Él pareciera como alejarlo de sí, remitiendo el impulso humano a lo más débil, a lo más pobre, lo más excluido. ¡Qué grandiosidad! De este modo, se transforma el “lugar” de Dios, así como el amor humano: se aprende a amar a Dios en (todas) las cosas, pero también a amar las cosas “en Dios”.
Experimentando a Dios en su ambivalente trascendencia y cercanía, es lo que produce el crecimiento “por sí solo”. La vida de fe se vive, comunica y transmite por esta vía de resonancia y experiencia y no por la vía deductiva.