Evangelio
Miércoles XXVIII del Tiempo Ordinario

Escrito el 16/10/2024
Agustinos


Texto:  Miguel G. de la Lastra, OSA
Música: Mc Leod,  A very brady special

En aquel tiempo, dijo el Señor:
«¡Ay de vosotros, fariseos, que pagáis el diezmo de la hierbabuena, de la ruda y de toda clase de hortalizas, mientras pasáis por alto el derecho y el amor de Dios!
Esto es lo que había que practicar, sin descuidar aquello.
¡Ay de vosotros, fariseos, que os encantan los asientos de honor en las sinagogas y los saludos en las plazas!
¡Ay de vosotros, que sois como tumbas no señaladas, que la gente pisa sin saberlo!». Le replicó un maestro de la Ley:
«Maestro, diciendo eso nos ofendes también a nosotros». Jesús replicó:
«¡Ay de vosotros también, maestros de la ley, que cargáis a los hombres cargas insoportables, mientras vosotros no tocáis las cargas ni con uno de vuestros dedos!»

Hermanos más que puros

En la tierra de Israel es común encontrar en las tumbas de los judíos pequeños montones de piedras. Son un recuerdo de los tiempos del desierto. Cuando se enterraba a alguien se colocaban algunas piedras como señal, para evitar que quien pasara por allí pudiera pisarla sin darse cuenta. Así se cumplía el mandamiento de Lev 21,2 que prohibía tocar un cadáver que no fuera de un familiar.

Nadie conocía mejor la Biblia en tiempos de Jesús que los fariseos y los maestros de la Ley. Se decía que un buen rabino podría atravesar una biblia con un punzón y decir de memoria qué letras habría atravesado. Conocían los distintos mandamientos que aparecían en cada uno de los libros. Los demás ciudadanos les preguntaban para descubrir qué es lo que había que hacer para ser unos dignos servidores de Dios.

Habían leído la biblia, conocían la historia de Israel y todo lo que Dios le había mandado, pero no habían llegado a conocer al Dios que se revela en esa historia. Su lectura estaba demasiado preocupada por encontrar un camino para volverse justos y puros ante Dios. Y este camino les iba alejando poco a poco de todo lo que pudiera parecer impuro o malvado. Habían leído toda la biblia, pero no habían encontrado el tema central de la biblia. Se habían esforzado por vivir como buenos servidores de Dios y se les había olvidado ser hijos de Dios.

Por eso las palabras de Jesús son tan duras. Eran como “tumbas sin señal” porque la gente que seguía sus enseñanzas cada vez se sentían menos hijos de Dios porque continuamente estaban preocupados por no sentirse impuros ante Dios. Habían leído la biblia, pero no habían entendido la verdadera enseñanza. Por eso, cuando Jesús pasa a su lado, no son capaces de hacerse discípulos. Nicodemo se hace discípulo en secreto y Pablo de Tarso, uno de los mayores fariseos, no se convirtió en discípulo hasta que Jesús no se le aparece en el camino de Damasco.

Es como si por mucho que leyeran la biblia no pudieran leer la palabra más importante. Tan preocupados por conseguir ser justos que no se dan cuenta de que ser hijo no es algo que se consigue sino algo que se recibe. El Hijo de Dios les llamaba a hacerse compañeros, a construir con él una familia. Pero sus prejuicios hacia los pecadores y los publicanos, los pobres y las prostitutas hacían que los fariseos y los maestros de la Ley se alejaran. Habían leído tantas palabras pero no habían sido capaces de leer la palabra “Padre” y comprender que les había hecho hermanos. En el sermón 137 San Agustín dice de ellos que “Buscaban obtener de Dios otra cosa fuera de Dios”. Buscaban un reconocimiento como justos y puros, y lo único que Dios quería darles es una paternidad que les volviera hermanos de todos los hombres. Hacían largas listas de razones por las que un hombre tenía que ser separado del Reino de los Cielos y no eran capaces de poner la única palabra por la que se abre a los hombres la puerta del Reino de Dios: porque son hijos.

Es verdad que eran como sepulcros blanqueados, como tumbas sin marcar que acabas pisando sin darte cuenta. Pero es también cierto que una vez que Jesús les enseñaba esa palabra que no sabían leer, la palabra “Padre”, esos fariseos se convirtieron en algunos de los mejores evangelizadores: José de Arimatea rescató el cuerpo de Jesús y lo enterró, Nicodemo fue el guardián del santo cáliz y sobre todos ellos, Saulo, San Pablo, se encargó de que todos aprendiéramos como él a leer en cada una de las páginas que Dios es Padre y que los hombres somos todos hermanos.