Evangelio
Domingo XVII del Tiempo Ordinario

Escrito el 28/07/2024
Agustinos


Texto:  Ángel Andújar, OSA
Música: Prelude nº1 in C major. Joham S. Bach (Kimiko Ishizaka)

En aquel tiempo, Jesús se marchó a la otra parte del mar de Galilea, o de Tiberíades. Lo seguía mucha gente, porque habían visto los signos que hacía con los enfermos.
Subió Jesús entonces a la montaña y se sentó allí con sus discípulos.
Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos. Jesús entonces levantó los ojos y, al ver que acudía mucha gente, dice a Felipe:
«¿Con qué compraremos panes para que coman estos?».
Lo decía para probarlo, pues bien sabía él lo que iba a hacer.
Felipe le contestó:
«Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo».
Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dice:
«Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es eso para tantos?».
Jesús dijo:
«Decid a la gente que se siente en el suelo».
Había mucha hierba en aquel sitio. Se sentaron; solo los hombres eran unos cinco mil.
Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados, y lo mismo todo lo que quisieron del pescado.
Cuando se saciaron, dice a sus discípulos:
«Recoged los pedazos que han sobrado; que nada se pierda».
Los recogieron y llenaron doce canastos con los pedazos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido. La gente entonces, al ver el signo que había hecho, decía:
«Este es verdaderamente el Profeta que va a venir al mundo».
Jesús, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña él solo.

Jesús sacia a los hambrientos

La escena de hoy nos recuerda algo que es tan propio de nuestra existencia que no lo podemos olvidar: los seres humanos somos seres indigentes, necesitados, hambrientos. Y es que, detrás de esa hambre de pan material que muestra la multitud que se encuentra ante Jesús, está el hambre de sentido, de respuestas a los grandes interrogantes que la vida nos pone delante. A menudo nos encontramos en nuestro caminar por los senderos de la vida con circunstancias que nos cuestionan, que nos interpelan y nos hacen dudar, buscando respuestas que no siempre aparecen. Necesitamos, entonces, personas que nos den luz; esas personas no nos van a arreglar la vida como por arte de magia, pero nos van a infundir esperanza, fortaleciéndonos para seguir adelante con la cabeza bien alta, con dignidad.

El evangelio nos muestra una multitud muy necesitada de atención y respuestas. En tiempos de Jesús muchas personas buscaban con fuertes deseos la Palabra de Dios, experimentándola como fuente de su esperanza que inspirase su caminar. Por esos Jesús atrae multitudes: su vida y su mensaje resultan atrayentes, porque tocan a la vida misma y ayudan a afrontar los grandes interrogantes.

En esta situación, todos tienen preguntas. Por un lado, la multitud, que no sabe cómo saciar su hambre – la de pan y la de sentido –. Por otro lado, los discípulos de Jesús, que se sienten desbordados y no ven cómo atender a tanta gente. Y todos miran al Señor, confiando en su reacción.

En esta tesitura, Jesús propone una salida sorprendente. No se trata de una actuación portentosa, realizando una “multiplicación mágica” de los alimentos que manifieste el poder de Dios. Esa sería una interpretación simplista del acontecimiento, que además nos invitaría a la pasividad, dejando que Dios arregle todo, mientras nosotros esperamos tranquilamente.

Lo que Jesús busca, en primer lugar, es mostrar quién es Dios: el Padre compasivo y misericordioso que se preocupa por sus criaturas, que sufre cuando los suyos pasan hambre – sea del tipo que sea – y que hará lo imposible para que su situación cambie. Pero no lo hará mediante actuaciones portentosas, sino desde la profundidad de los corazones humanos. Y Dios, desde nuestras propias entrañas, nos remueve para que nos rebelemos ante la injusticia y para que demos una respuesta a cada persona que pasa hambre. Ese es al auténtico milagro: que lo aparentemente imposible se hace realidad cuando el corazón misericordioso de Dios toca nuestros frágiles corazones y nos mueve al hermano, a compartir lo que somos y tenemos y a terminar con todo tipo de hambre en nuestro mundo.

El milagro es, en definitiva, que Dios consigue transformar nuestro egoísmo en generosidad, nuestra codicia en desprendimiento y nuestra autosuficiencia en fraternidad.

Por último, no olvidemos los evidentes paralelismos que muestra esta escena con la de la Última Cena. Es clara la intención y la enseñanza: celebrar la Eucaristía es comprometernos con la justicia, dar gracias a Dios por el pan, por la vida y por sus criaturas, entrar en comunión con Él y del mismo modo con las personas que pasan hambre. Eucaristía y justicia van de la mano. Feliz día del Señor.